miércoles, 9 de abril de 2014

El club

La primera regla del Club de la Lucha es que nadie habla sobre el Club de la Lucha. La segunda regla del Club de la Lucha es que ningún miembro habla sobre el Club de la Lucha. En el Club España, la primera regla es que nadie discute el hecho de pertenecer a él, aunque no le guste. La segunda regla en el Club España es que Cataluña es España y amamos por encima de todo a los catalanes. Y a los vascos. Aunque a veces nos cueste un poco reconocerlo y haya que esperar a que una monumental bronca de pareja ponga en peligro la relación.

Las normas de convivencia de este club llamado España hacen inviable la salida de sus socios fundadores. Este selecto grupo ni siquiera podrá plantear una solución tan drástica y sin vuelta atrás. Juntos somos más fuertes y mejores, reza la normativa interna del club.

De la misma forma que se excluye cualquier intento de fuga de la organización, se evita con todas las armas a su alcance la incorporación de aspirantes a formar parte de España, en especial si lo hacen recorriendo miles de kilómetros hacia el norte en un viaje incierto y plagado de sufrimiento. "El club está cerrado", explica España. "Quizás más adelante queden plazas libres..."

                                                       Solo dos hombres por pelea.

Algunos señalarán la aparente contradicción de estos supuestos, pero es preciso aclarar que cada club fija sus propias obligaciones y derechos dentro de un proceso de democracia interna que en España se ha venido en llamar "la Constitución que nos hemos dado", aunque cada vez queden menos socios que pudieron darse entre ellos esa Carta Magna.

Era Groucho Marx quien aseguraba que nunca pertenecería a un club que permitiese la entrada a gente como él. En clubes como España no debes preocuparte por ese hipotético permiso. Lo quieras o no, de la cuna a la tumba gozarás con los privilegios que se te brindan por ser socio, te apellides Martínez o Borbón. En especial si te apellidas Borbón, claro.

miércoles, 2 de abril de 2014

Trabajo de Shelley Winters

El tipo se levanta a las siete menos cuarto. Le gusta madrugar para poder disfrutar del desayuno. Un café bien cargado, un par de magdalenas caseras y algo de fruta, generalmente un plátano. O un zumo de naranja natural. Después, a la ducha, mientras escucha en la radio los últimos escándalos políticos y los resultados de fútbol del día anterior. Él, claro, es del Athletic, aunque no visite demasiado el nuevo San Mamés. Ya no tiene que cuidar sus movimientos para despertar a su mujer: hace tiempo que se fue, cansada de justificar ante los demás la forma en la que su marido se ganaba la vida. Para él nunca supuso ningún problema. Le preocupaba más poner cada día un plato caliente encima de la mesa que someterse a ese ejercicio de transformismo que le exigen en su trabajo.

A las ocho, puntual, ya ha llegado a su destino diario. El tráfico hoy no le ha dado guerra. Franquea el arco de seguridad y saluda a la pareja de agentes que vigilan la entrada. Recorre el pasillo escoltado de enormes y pesadas puertas hasta que llega a la zona reservada para el personal. En el vestuario se quita su ropa de civil y se echa encima la indumentaria que hace que parezca un personaje de cuatro o cinco siglos atrás. Abre el pequeño armario que hay encima del escritorio y coge la rizada cabellera del soporte donde cada día la guarda con mimo. Un par de golpes de cepillo es el ritual previo a su colocación en una cabeza donde las entradas le ganan la partida, parece que ya de forma irremediable, a las canas. El ostentoso cetro es ya solo la guinda, redundante pero imprescindible, del disfraz.

Allí, frente al espejo, con una peluca que le conecta con una crepuscular Shelley Winters, resopla y cierra los ojos. Le espera otra dura jornada de trabajo. Hoy toma posesión el nuevo alcalde. Comienza el espectáculo.

                                          Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo