Le resultaba extraño cruzarse
por la calle con Javier Tomeo un año después de que Javier Tomeo hubiera
muerto. Le gustaba puntualizar que era él quien se cruzaba con Tomeo y no Tomeo
quien lo hacía con él. No logró explicar a nadie con la necesaria convicción
qué quería decir con ese detalle aparentemente nimio, pero tampoco le
preocupaba demasiado.
Se encontraba con él cada día al
volver a casa desde el trabajo que había conseguido aquella primavera. Se
levantaba a las ocho y cuarto, pasaba siete horas y media probando zapatos a
señoras con complejo de culpa o a niños sobrealimentados y regresaba a tiempo
de ver en la televisión el concurso de cocina y de cruzarse con el escritor
muerto.
Ese día, después de
tropezarse con él en su camino de vuelta durante toda la semana, varió el rumbo de su
marcha y siguió al viejo. Andaba lento, arrastraba los pies por la acera
manchada de excrementos de paloma y de colillas aplastadas. La chaqueta raída
que le servía de abrigo había perdido su azul original para transformarse en
una prenda que tendía al gris más monótono. Esto último no dejaba de ser una
apreciación demasiado subjetiva, puesto que el daltonismo que le habían
diagnosticado le hacía imposible discriminar algunas gamas de esos colores.
Aquella tarde el cambio de hora
había concedido una hora más para disfrutar de la luz del sol y la gente no la
había desaprovechado. Se hacía complicado seguir a Javier Tomeo en un camino
que lo conducía directo al parque del hospital. Unos niños jugaban con el balón
junto a la puerta principal de acceso. El que llevaba la camiseta de Bale chutó
en dirección a Tomeo y este se apartó con agilidad para esquivar la pelota. Después,
se dirigió al estanque donde un puñado de patos fraternizaba con algunas barcas
de recreo.
A unos metros de distancia vio
cómo el escritor muerto se quitaba la chaqueta y se sentaba en un banco de
piedra. La sombra que proyectaba llegaba casi hasta la misma orilla del
estanque. Él se acercó discretamente y se apoyó en la barandilla que evitaba
que los paseantes se acercaran demasiado al agua. La luz caía, pero incluso así
se fijó en un rostro que llenaba las solapas de los libros que había dejado de
escribir hacía un año. El pelo escaso y lacio cubría parcialmente un cráneo
minado de pequeñas protuberancias que le asemejaba con una calabaza puesta a
secar al sol. En el medio de la cara advirtió que su ojo derecho era
ligeramente más grande que el izquierdo. Era difícil darse cuenta, pero a él
siempre se le habían dado bien los problemas relacionados con el tamaño de las
cosas. En cualquier caso, lo que más le sorprendió fue la letanía que salía de
sus labios en un murmullo que crecía en intensidad cada segundo. Con disimulo avanzó
un poco más hacia el escritor muerto para tratar de entender lo que decía.
La tarde siguiente, al terminar
el trabajo en la zapatería y volver a casa, vio a Javier Tomeo en el mismo
lugar donde había comenzado el seguimiento el día anterior. Al cruzarse con él,
su ojo derecho, el que era algo mayor que el izquierdo, comenzó a temblar de
manera casi imperceptible. No supo identificar el movimiento como un tic
involuntario o como una llamada de atención. De manera inconsciente, de sus
labios brotaron las palabras que había escuchado junto al estanque y el
espasmo ocular cesó de repente.
Al llegar a casa se quitó los
zapatos, sacó una lata de cerveza sin alcohol caducada del frigorífico y
encendió el televisor. Los jueces probaban en ese momento los platos elaborados
por los concursantes, y a él le entraron ganas de picar algo. Se levantó del sofá para dirigirse a la cocina y al pasar por el pasillo el espejo le
devolvió la misma cara pálida y anodina a la que se había acostumbrado con el
paso de los años, aunque esta vez algo le llamó la atención. Era su ojo
derecho, que parecía ligeramente más grande que el izquierdo.