miércoles, 2 de abril de 2014

Trabajo de Shelley Winters

El tipo se levanta a las siete menos cuarto. Le gusta madrugar para poder disfrutar del desayuno. Un café bien cargado, un par de magdalenas caseras y algo de fruta, generalmente un plátano. O un zumo de naranja natural. Después, a la ducha, mientras escucha en la radio los últimos escándalos políticos y los resultados de fútbol del día anterior. Él, claro, es del Athletic, aunque no visite demasiado el nuevo San Mamés. Ya no tiene que cuidar sus movimientos para despertar a su mujer: hace tiempo que se fue, cansada de justificar ante los demás la forma en la que su marido se ganaba la vida. Para él nunca supuso ningún problema. Le preocupaba más poner cada día un plato caliente encima de la mesa que someterse a ese ejercicio de transformismo que le exigen en su trabajo.

A las ocho, puntual, ya ha llegado a su destino diario. El tráfico hoy no le ha dado guerra. Franquea el arco de seguridad y saluda a la pareja de agentes que vigilan la entrada. Recorre el pasillo escoltado de enormes y pesadas puertas hasta que llega a la zona reservada para el personal. En el vestuario se quita su ropa de civil y se echa encima la indumentaria que hace que parezca un personaje de cuatro o cinco siglos atrás. Abre el pequeño armario que hay encima del escritorio y coge la rizada cabellera del soporte donde cada día la guarda con mimo. Un par de golpes de cepillo es el ritual previo a su colocación en una cabeza donde las entradas le ganan la partida, parece que ya de forma irremediable, a las canas. El ostentoso cetro es ya solo la guinda, redundante pero imprescindible, del disfraz.

Allí, frente al espejo, con una peluca que le conecta con una crepuscular Shelley Winters, resopla y cierra los ojos. Le espera otra dura jornada de trabajo. Hoy toma posesión el nuevo alcalde. Comienza el espectáculo.

                                          Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo

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