domingo, 24 de agosto de 2014

Róbeme lo que quiera pero no me llame imbécil

Perdono casi todo a los políticos. Me enfado mucho cuando escucho en los informativos la manera en la que priorizan su propio bienestar al supuesto interés público al que fingen prestar servicio. Me indigno como el que más con el desvío de fondos a sus cuentas corrientes suizas y las donaciones sin ningún tipo de control a compañeros de partido o compañeros de pupitre. Me enerva la chulería que desprenden en sus declaraciones, pontificando desde una posición de absoluto privilegio y sin pensar en absoluto en el ciudadano medio, ese ente difuso que finalmente es quien le sitúa con sus votos en el cargo que ocupan.

Pero ya digo que termino perdonándoselo casi todo. ¿Qué quieren que les diga? Son humanos, como yo, como ustedes, y supongo que es difícil escapar a la tentación de utilizar en su favor el poder inmenso que les entregamos a cambio de casi nada.

Hay una excepción a todo esto. Lo que no perdono es que me traten como a un idiota. Que, además de hacer y deshacer a su antojo, de enriquecerse y enriquecer al vecino, de utilizar cualquier resorte para perpetuarse en su posición, me quieran hacer comulgar con ruedas de molino pensando que soy gilipollas.

Andan Mariano y su partido muy preocupados por la salud democrática del país y para solucionarlo están dispuestos a modificar sin ningún tipo de consenso la ley electoral para que los alcaldes pasen a ser elegidos por simple mayoría, y no por cualquier tipo de pacto postelectoral que se produzca entre partidos que no han logrado el mayor número de votos. La medida, sensata y discutible en cualquier momento, deja automáticamente de serlo cuando se produce con las próximas elecciones municipales a la vista y después de que el terremoto de los pasados comicios europeos haya puesto en alerta al PP: con el nuevo escenario electoral que dibuja la entrada de Podemos y las actuales previsiones de voto, los populares dejarían de gobernar en ayuntamientos estratégicos si se mantiene el reparto de concejales que existe hasta ahora. La solución, burda y descarada, es proponer este cambio en las reglas del juego y disfrazarlo de medida regeneradora y garante de la democracia.

Entendería que Mariano compareciera en el plasma y nos dijera algo como “ciudadanos, a la vista de la progresiva pérdida de confianza de los dos grandes partidos de nuestro país, y para mantener en nuestro poder una cuota de poder que podría caer en otras manos fruto de pactos perfectamente legales, nos vemos obligados a modificar por nuestra cuenta la ley y hacer así que la llegada de partidos minoritarios a los ayuntamientos sea mucho más complicada que hasta ahora”. Con un discurso como este me conquistaría. Lo juro. Pero esta cosa de llamarme estúpido a la cara y tratar de engañarme como a un niño pequeño… Eso no lo perdono, Mariano. Eso, no.

lunes, 18 de agosto de 2014

El pasado ya está aquí

“Quizás tú hayas acabado con el pasado pero el pasado aún no ha acabado contigo”, dicen durante Magnolia, el excesivo -en todos los sentidos- largometraje de Paul Thomas Anderson.

El pasado como cuenta pendiente, como imprevisible puñetazo en el estómago que te golpea cuando ya te habías olvidado de él, es argumento habitual en el cine y también en la sección judicial del Telediario. A ella accedía hace unas semanas por la puerta grande (una pequeñita le valía también a nuestro protagonista) Jordi Pujol, eterno president de la Generalitat catalana, recurrente objeto de burla de cómicos profesionales y aspirantes a humoristas y figura clave de las tres o cuatro últimas décadas de nuestra historia patria común.

Después de más de treinta años oculto y lejos de las manos del fisco, el pasado del honorable reapareció a su pesar para poner la guinda a todas las informaciones que durante años habían apuntado a las dudosas artes de varios de sus hijos en todo tipo de negocios, chanchullos y corruptelas.

La confesión de Jordi Pujol de que había olvidado declarar varios millones de euros durante un período de tiempo tan prolongado venía ilustrada en periódicos y televisiones con fotografías, por lo general añejas en las que el político, ya retirado, aparecía junto a alguno o varios de sus hijos. Y, entre todo ese viaje al pasado pujolesco, una se abría paso por méritos propios.



El pasado, testarudo y persistente, volvió a la vida de Pujol de la mano de ese remedo de domador ibicenco que posa ignorante de que se convertirá en involuntaria celebridad años más tarde. Si una imagen vale más que mil palabras, el valor de una foto como esta no se acerca a la fortuna amasada durante años por el pequeño president allende los Pirineos.

El pasado son millones escondidos en bancos andorranos o suizos, pero sobre todo son esas fotografías que nos avergüenzan cuando las vemos fuera de su contexto original, suficientemente alejadas en el tiempo y casi desvanecidas en nuestra frágil memoria. Cualquier tiempo pasado fue mejor, sobre todo cuando nadie investigaba tus cuentas ni tenías que ver constantemente aquella foto que te hicieron con un maromo descamisado al lado.