El primer indicio de que algo
ocurriría se les presentó exactamente a las 7:45 de aquel domingo, cuando saltó
la alarma configurada en el móvil y se levantaron de la cama preparados para el
viaje. Los párpados todavía pegados, resistentes a asumir que el día había
hecho al fin acto de aparición, no le dejaron apreciar el baile de colores que
daban un aspecto completamente diferente a los iconos de las aplicaciones
desperdigadas en la pantalla del teléfono. Que el pajarito de Twitter fuera del
mismo tono de amarillo que lo era el Piolín enemigo de Silvestre, o que el
verde corporativo de Whatsapp hubiera mutado en un gris cercano al negro,
debería haberle hecho pensar un pensar un poco.
Y si no hubiera estado absorto
escuchando por la radio los resultados de los partidos del Mundial de fútbol
que se habían celebrado el día anterior, también se habría dado cuenta de que
el desayuno de ese día, el mismo que tomaba desde que era un crío, había
cambiado sorprendentemente de nombre y había sustituido las dos ‘c’ de su
sagrado Cola Cao por sendas ‘k’ aún más sonoras. El Kolakao, eso sí, estaba
igual de delicioso que siempre.
Durante el tiempo en que habían
rematado los últimos detalles del viaje y se habían montado en el coche, se
cruzaron en su camino otras muchas señales de este tipo, aunque ninguno de los
dos supo captarlas a tiempo. Ni la bolsa del Burger King en la que habían
tirado la basura que tenía ahora el logotipo de McDonalds, ni el hecho de que
las noticias contasen cómo la selección de Corea del Norte, ausente en el
torneo, había derrotado a Finlandia
(otra que no jugaba) en Brasil, ni siquiera el cambio en el mobiliario del
salón, más abigarrado ahora con la incorporación de una silla roja y negra que
nadie había visto antes.
Pero las señales de que algo
extraño ocurría no fueron lo suficientemente claras hasta que se dieron cuenta
de que habían pasado de largo el desvío que tenían que coger para llegar a su
destino. Peor. Que ni siquiera eran conscientes de haber pasado por la zona en
la que la carretera se bifurcaba (los dos carriles se transformaban durante
unos centenares de metros en cuatro, para así dar el suficiente tiempo a los
conductores de optar por uno u otro ramal). Que los kilómetros previos a ese
desvío que parecía haberse evaporado estaban sumidos en la misma densa, espesa
y opaca niebla. Que se habían perdido sin haber tenido siquiera la posibilidad
de perderse.
Era como si a la carretera por
la que habían pasado docenas de veces le faltaran 15 ó 20 kilómetros. “Un coche
sale del punto A a una velocidad constante de 128 kilómetros por hora y se dirige al
punto B situado a una distancia de 225 kilómetros. ¿Cuánto tardará el vehículo
en realizar ese recorrido?” En su caso, una hora más de lo debido, porque el
coche, o quizás la carretera, se había empeñado en llegar al punto C, ajeno al
problema, sin que los ocupantes del Megane pudieran hacer nada para evitarlo.
Con la sensación de que no había
peores conductores que ellos y que su sentido de la orientación era digna de
estudio, emprendieron de nuevo el camino. Atravesaron pueblos que desconocían
hasta entonces, arroyos en los que jamás se habían fijado, túneles que no
estaban construídos hacía apenas unos meses y que, eso era lo más complicado de
asumir, atravesaban masas montañosas que, estaban seguros, jamás habían estado
allí.
Pararon en una estación de
servicio para tomar el segundo café de la mañana y los recibieron con un
extraño acento que les costó descifrar. Trataron de serenarse con la música que
guardaban en la guantera pero los cedés que habían grabado con temas de de los
grupos que tocarían unas semanas después en aquel festival habían desaparecido.
A pocos kilómetros de su
destino, y cuando la desesperación por ser incapaces de encontrar el camino
correcto comenzaba a ser insoportable, una gigantesca pancarta llamó su
atención. A un lado, el rostro de un militar con bigote al que ambos recordaban
tres décadas más joven, en un asalto al Congreso rocambolesco que terminó con
la subida a los altares del actual rey del país. Junto a él, apenas cuatro
palabras que añadían maganimidad a esa cara avejentada que pretendía transmitir
solidez y firmeza. ’75 años de PAZ’, podía leerse en aquella valla. La bandera
rojigualda con el escudo preconstitucional remataba el cuadro.
Detuvieron el coche y se quedaron
mirando la figura de ese general. Ahora empezaban a recordar todo…