viernes, 26 de diciembre de 2014

Lo mejor de 2014

11- El huérfano, de Adam Johnson
10- La Décima
9- Olive Kitteridge
8- La fiesta de pijamas de Chabelita. Chabelita en general. Y su hermano. Y su madre.
7-  Bailando mal
6- María Teresa Campos y Bigote Arrocet. LA-CAM-POS y BI-GO-TE.
5- El lobo de Wall Street
4- Los lagos de Hinault
3- Esperanza Aguirre en 'Ahí va ese bólido'
2- El impostor, de Javier Cercas
1- Nebraska

Fuera de categoría, por su evidente superioridad a cualquier otro elemento de la lista, el Pequeño Nicolás.

Tú, claro, tampoco entras en ella. No sería justo.


lunes, 15 de diciembre de 2014

La mariposa legislativa

Una mariposa que aletea en Japón puede provocar un huracán en el Caribe. Si le quitamos el componente meteorológico, nosotros tenemos nuestra propia versión de este fenómeno, que dice que si unos ultras lanzan al Manzanares al enemigo, usted no podrá ir al estadio el domingo para desahogarse con el árbitro.

Es otro ejemplo más de la tendencia a la sobreactuación legislativa con la que nos tenemos que desayunar cada mañana, y que tiene en la nueva Ley de Seguridad Ciudadana (sic) su última parada.
Se repite el cuento de la mariposa, pero con los matices que nos hace grandes. Un partido se financia ilegalmente y mantiene en sus filas a sujetos que se mueven al margen de la ley, y por ello redacta una normativa que nos hará más complicado salir a la calle a quejarnos de ello.

jueves, 16 de octubre de 2014

Hasta que digamos sí

El otro día, en ese viaje al pasado en pequeñas píldoras que es Cachitos aparecieron Coque Malla y el resto de Los Ronaldos, finales de los ochenta y decorado destartalado de cualquier programa de TVE de la época, cantando lo de "Tendría que besarte, desnudarte, pegarte y luego violarte hasta que digas sí". Aunque en realidad la canción ya no sea así. Un cuarto de siglo después, y cuando creíamos que lo de "sociedad madura" iba por nosotros, lo que suena en la televisión pública, a las diez y pico de la noche de un domingo, es "Tendría que besarte, desnudarte, (piiiii) y luego (piiiii) hasta que digas sí".

Nadie duda de que el "mi marido me pega" de Martes y Trece no pasaría hoy ningún filtro políticamente correcto. Y que Nabokov compartiría celda con el pederasta de Ciudad Lineal si se le ocurriera volver a escribir Lolita. Hace tiempo nos empezaron a tratar como a críos y nos dejamos hacer obnubilados con el feliz y despreocupado regreso a la infancia que eso suponía. Tanto que, creyéndonos ya tiernos infantes a los que hay que proteger de cualquier peligro y que se creen cualquier cosa, nos cuentan, por ejemplo, que yo no sabía que esto de las tarjetas no se podía hacer, se lo juro señor juez. Dará igual que no los creamos. Seguirán insistiendo. Hasta que digamos sí.

 

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Saber y ganar (puntos)

Me cuesta recordar un concurso más absurdo que Allá tú (Deal or No Deal si nos vamos al original norteamericano), que presentó hace unos años ese Dorian Gray de El Ferrol llamado Jesús Vázquez. En él, los concursantes, convenientemente salidos de un casting en el que demostraban su salero ante las cámaras y su presunta gracia, podían ganar hasta 600.000 euros (juraría que era esa la cantidad) abriendo cajas. Sin más. No tenían más que elegir de entre un montón de recipientes e ir descartando números hasta hacerse con su contenido. Sin pruebas complejas, sin preguntas ambiguas, sin ninguna necesidad de esfuerzo intelectual. "¿Quieres tu caja o prefieres otra?" "Me quedo con la número 8". "Pues aquí tienes, has ganado 30.000 euros". Más o menos en eso consistía ese programa.

Esta exhibición de poderío económico a cambio de nada (de una pizca de eso que llaman 'fortuna', sin más) contrasta con la forma en la que se trata al dinero en Saber y ganar, el más veterano de los concursos de nuestro país. Existe una especie de acuerdo en él para no mencionar jamás que lo que consiguen los cerebritos que participan en él exhibiendo una cultura inagotable es dinero. Pesetas antes, euros ahora. Panoja fresca. En Saber y ganar se habla de 'puntos' como eufemismo de ese concepto prohibido que muy pocas veces sale a relucir en algún programa.

No sé de donde viene ese pudor a la hora de reconocer que el premio por demostrar una sabiduría colosal se trata de dinero (por supuesto que es dinero, ¿qué va a ser si no?), mientras que no hay ningún tabú al mostrar que un mastuerzo que probablemente no se sacó el graduado se embolsa 300.000 euros por elegir la caja ganadora. Para alcanzar esa cifra, por cierto, un concursante de Saber y ganar necesitaría participar durante unos 500 programas.

A Isabel Pantoja (el retorno), AKA Chabelita, le pagarán 900 euros por cada programa en el que se aparezca a los espectadores, curados ya definitivamente de espantos. Mientras, una generación entera de licenciados (y los que llegarán) ni siquiera pueden concebir que alguien les pague esa cantidad por una jornada laboral de 50 horas, y proliferan las ofertas en las que la recompensa por trabajar gratis es alimentar la esperanza de que algún día verán unas migajas en sus cuentas corrientes. Será que, según de quien se trate, hablar de dinero ha pasado a ser una obscenidad. En el futuro, supongo, nos pagarán con puntos.





domingo, 24 de agosto de 2014

Róbeme lo que quiera pero no me llame imbécil

Perdono casi todo a los políticos. Me enfado mucho cuando escucho en los informativos la manera en la que priorizan su propio bienestar al supuesto interés público al que fingen prestar servicio. Me indigno como el que más con el desvío de fondos a sus cuentas corrientes suizas y las donaciones sin ningún tipo de control a compañeros de partido o compañeros de pupitre. Me enerva la chulería que desprenden en sus declaraciones, pontificando desde una posición de absoluto privilegio y sin pensar en absoluto en el ciudadano medio, ese ente difuso que finalmente es quien le sitúa con sus votos en el cargo que ocupan.

Pero ya digo que termino perdonándoselo casi todo. ¿Qué quieren que les diga? Son humanos, como yo, como ustedes, y supongo que es difícil escapar a la tentación de utilizar en su favor el poder inmenso que les entregamos a cambio de casi nada.

Hay una excepción a todo esto. Lo que no perdono es que me traten como a un idiota. Que, además de hacer y deshacer a su antojo, de enriquecerse y enriquecer al vecino, de utilizar cualquier resorte para perpetuarse en su posición, me quieran hacer comulgar con ruedas de molino pensando que soy gilipollas.

Andan Mariano y su partido muy preocupados por la salud democrática del país y para solucionarlo están dispuestos a modificar sin ningún tipo de consenso la ley electoral para que los alcaldes pasen a ser elegidos por simple mayoría, y no por cualquier tipo de pacto postelectoral que se produzca entre partidos que no han logrado el mayor número de votos. La medida, sensata y discutible en cualquier momento, deja automáticamente de serlo cuando se produce con las próximas elecciones municipales a la vista y después de que el terremoto de los pasados comicios europeos haya puesto en alerta al PP: con el nuevo escenario electoral que dibuja la entrada de Podemos y las actuales previsiones de voto, los populares dejarían de gobernar en ayuntamientos estratégicos si se mantiene el reparto de concejales que existe hasta ahora. La solución, burda y descarada, es proponer este cambio en las reglas del juego y disfrazarlo de medida regeneradora y garante de la democracia.

Entendería que Mariano compareciera en el plasma y nos dijera algo como “ciudadanos, a la vista de la progresiva pérdida de confianza de los dos grandes partidos de nuestro país, y para mantener en nuestro poder una cuota de poder que podría caer en otras manos fruto de pactos perfectamente legales, nos vemos obligados a modificar por nuestra cuenta la ley y hacer así que la llegada de partidos minoritarios a los ayuntamientos sea mucho más complicada que hasta ahora”. Con un discurso como este me conquistaría. Lo juro. Pero esta cosa de llamarme estúpido a la cara y tratar de engañarme como a un niño pequeño… Eso no lo perdono, Mariano. Eso, no.

lunes, 18 de agosto de 2014

El pasado ya está aquí

“Quizás tú hayas acabado con el pasado pero el pasado aún no ha acabado contigo”, dicen durante Magnolia, el excesivo -en todos los sentidos- largometraje de Paul Thomas Anderson.

El pasado como cuenta pendiente, como imprevisible puñetazo en el estómago que te golpea cuando ya te habías olvidado de él, es argumento habitual en el cine y también en la sección judicial del Telediario. A ella accedía hace unas semanas por la puerta grande (una pequeñita le valía también a nuestro protagonista) Jordi Pujol, eterno president de la Generalitat catalana, recurrente objeto de burla de cómicos profesionales y aspirantes a humoristas y figura clave de las tres o cuatro últimas décadas de nuestra historia patria común.

Después de más de treinta años oculto y lejos de las manos del fisco, el pasado del honorable reapareció a su pesar para poner la guinda a todas las informaciones que durante años habían apuntado a las dudosas artes de varios de sus hijos en todo tipo de negocios, chanchullos y corruptelas.

La confesión de Jordi Pujol de que había olvidado declarar varios millones de euros durante un período de tiempo tan prolongado venía ilustrada en periódicos y televisiones con fotografías, por lo general añejas en las que el político, ya retirado, aparecía junto a alguno o varios de sus hijos. Y, entre todo ese viaje al pasado pujolesco, una se abría paso por méritos propios.



El pasado, testarudo y persistente, volvió a la vida de Pujol de la mano de ese remedo de domador ibicenco que posa ignorante de que se convertirá en involuntaria celebridad años más tarde. Si una imagen vale más que mil palabras, el valor de una foto como esta no se acerca a la fortuna amasada durante años por el pequeño president allende los Pirineos.

El pasado son millones escondidos en bancos andorranos o suizos, pero sobre todo son esas fotografías que nos avergüenzan cuando las vemos fuera de su contexto original, suficientemente alejadas en el tiempo y casi desvanecidas en nuestra frágil memoria. Cualquier tiempo pasado fue mejor, sobre todo cuando nadie investigaba tus cuentas ni tenías que ver constantemente aquella foto que te hicieron con un maromo descamisado al lado.

lunes, 21 de julio de 2014

No Georgie, no fun

Hace unas semanas lo dejaba caer en una entrevista publicada en La Voz de Galicia. Georgie Dann tenía ya preparada la canción con la que asaltaría las listas musicales del verano de 2014. Un tema de corte social, como los que acostumbra a componer el genio de sangre gala y alma española, y de revelador título: La cosa está que trina. Por muchos dramas que asolaran el planeta, de Gaza a Ucrania, de Génova 13 a Maracaná, al menos la vida nos regalaría una dosis de evasión con la que seguir pensando que sí, que el final está cerca, pero que al menos llegaremos a él con un buen cardado capilar, una sonrisa en la boca y arrimando cachete con cachete y ombligo con ombligo.

Sin embargo, julio toca a su fin, la canícula aprieta y seguimos sin noticias de la nueva piedra con la que el artista parisino continúe edificando su colosal obra. Es verdad que los gloriosos tiempos del bimbó, el negro impotente o el himno dedicado al chiringuito playero (su particular magnum opus) quedan lejanos en el tiempo. Son ruinas desgastadas de un esplendor pretérito que, como el Egipto de los faraones y la Grecia presocrática, nunca volverá a brillar de igual forma.

                                              ¡Os maldigo a todos! ¡Maldigo las guerras! ¡OS MALDIGO!

Dann, con todo, nos había acostumbrado a sus periódicas entregas de melodías insistentemente pegadizas que, en combinación letal con unas letras picaruelas y sus espasmódicas coreografías, nos hacían salivar cual vulgares y pavlovianos chuchos. Es cierto que nadie (reconozcámoslo, puede que ni el mismo Georgie) recuerde La batidora y La cerveza, los dos jits que lanzó en 2012 y 2013 como prueba de vida este septuagenario que tiene en las rimas fáciles y en su azabachado tinte sus señas de identidad más reconocibles. Nadie las recuerda pero existieron como certificado de la normalidad con la que avanza el mundo, como paréntesis necesario entre matanzas, hambrunas y guerras.

Cuando el verano de 2014 ha consumido ya su primer mes de su corta vida, cuando el final del mes de julio se atisba en el horizonte y muchos españoles (afortunados ellos, eso sí) han quemado ya todos sus días de vacaciones, el hecho de que sigamos sin canción de Georgie Dann sólo puede significar una cosa: el final de todo cuanto conocemos está mucho más cerca de lo que podíamos pensar.

La cosa, definitivamente, está que trina.

jueves, 3 de julio de 2014

El postre

-Papá, ¿qué hay de postre?

La pregunta sale la boca de la preadolescente atravesando una sonrisa de insondable pureza. Un gesto candoroso donde no se aprecia aún el mínimo atisbo de la contaminación moral a la que nos vemos irremediablemente arrastrados en nuestro tortuoso camino por el fango de la vida. “¿Qué hay de postre?”, pregunta a una figura paterna en la que sigue confiando de manera ciega, el faro que la ha guiado durante una infancia que ya ha tocado a su fin pero a la que se mantiene unida por un lazo de imperecedera ingenuidad.

“¿Qué tendremos de postre? ¿Qué habrá cocinado papá?”, piensa nuestra protagonista en una demostración de tener aún una inocencia en absoluto fingida. Inocencia interrumpida en apenas unos segundos por una bofetada que no esperaba. Pronto, todo su universo quedará sepultado por un manto negro, oscuro y viscoso de realidad, por un baño de pringosa miseria al que le someterá su progenitor, implacable Saturno que devorará hasta el último rastro de virginidad de su pequeña. “¿Tendremos un bizcocho de chocolate? ¿Habrá cocinado esa tarta que le sale tan bien? ¿Natillas? ¿Arroz con leche? ¿Trufas? ¿Flan?”

-De postre, un capricho cremoso y crujiente -anuncia el padre. Y sin que la risa de maníaco, de auténtico depravado, abandone su cínico rostro saca del armario un paquete de galletas que deja a continuación sobre la mesa. “Ahí tenéis, el postre”, dice, esta vez sin que podamos oír sus palabras, únicamente para su mezquino interior plagado de frustraciones, de humillaciones enquistadas, de sufrimiento y de dolor.


Mientras se desarrolla toda la escena, un rótulo permanece fijo ante nuestros ojos. La moraleja del cuento, la conclusión a la que de manera esquinada nos quieren llevar los creativos, el estrambote definitivo de una historia de adiós a la infancia, desengaño y nata: “Come más fruta y verdura”.

domingo, 29 de junio de 2014

Prohibido reír

Primero acabaron con los chistes en los que los maridos atizaban a sus señoras, porque justificaban en cierto modo una forma de actuar que había que desterrar de nuestros hogares.

Después se proscribieron las coñas sobre judíos en campos de exterminio, cámaras de gas y crematorios, a no ser que se hicieran con la mirada tierna de un bufón italiano propenso a la exageración facial.

Más tarde vino la prohibición tácita de reírnos de negros, chinos, gitanos y cualquier otra minoría étnica que se viera agredida y ridiculizada a través de ese concepto difícilmente aprehensible conocido como ‘humor’.

                                                     Los chistes de mariquitas terminaron con su carrera

Objetos jurídicos como la monarquía quedaron amparados de los ataques de humoristas de una manera especial y su aforamiento cómico se limitó a las portadas de las publicaciones satíricas, que podían ser contempladas por todos los ciudadanos.

No hay que explicar que los chistes de gangosos, tullidos y ciegos habían dejado de ser populares hacía años, puesto que se burlaban de una buena parte de la población que merece el mismo trato y consideración que el resto de nosotros.

Ahora que tampoco se pueden hacer bromas sobre estereotipos culturales, y representar a un mexicano con un enorme sombrero y un poblado mostacho es equiparable a golpear con una barra de hierro a ese mismo mexicano, los enemigos del humor han alcanzado su último objetivo. Cautiva y desarmada, agotada por una sociedad triste, plomiza y revanchista, la risa ha muerto.

jueves, 26 de junio de 2014

Al calor del cargo público

Preguntaban en un programa de televisión a varios alicantinos sobre la opinión que tenían acerca de la alcaldesa de su ciudad, permanentemente envuelta en asuntos urbanísticos muy desagradables para el olfato. ¡Que el pueblo opine!, venían a decir en pantalla. Y, entre algunos ataques tibios, la gente defendía en general a la edil “porque la ciudad está muy cambiada y ha hecho algunas cosas buenas”. Entre esa gente, un hombre que bajaba levemente la voz para explicar el motivo de su aprobado a Sonia Castedo: “Un familiar trabaja en un puesto cercano a ella y está muy bien”, confesaba. ¿Qué más me dan los chanchullos que pueda organizar con empresarios, los terrenos que recalifique en contra de lo que marcan las leyes y la lógica, el continuo menosprecio a la legalidad? ¿Qué más me dan los millones que puedan trasvasar de las arcas públicas a las cuentas privadas si en el trayecto nos cae un pellizco a mí o a mi hijo o a mi sobrino?, podría decir nuestro hombre.

El 80% de los informáticos que trabajan en el Tribunal de Cuentas no posee los conocimientos necesarios para afrontar las necesidades del servicio. Pero tienen la suerte de formar parte de un organismo donde es casi inevitable compartir lazos de parentesco con los cargos superiores. Una institutución endogámica donde es casi imposible trabajar sin cruzarse con tíos, primos, esposas o incluso exesposas, donde ese concepto tan nuestro del ‘enchufismo’ alcanza unas cotas que rozan lo inimaginable.

En los días de vino y rosas que vivimos en nuestro país hace ya una eternidad, (¿os acordáis?) la Guardia Civil se llevaba detenidos a los alcaldes que velaban a golpe de pelotazo por el futuro de su pueblo (y por el suyo propio) entre los aplausos y los vítores de sus vecinos. Unos vecinos que apoyaban sin complejos las acciones al margen de la legalidad de estos héroes municipales capaces de vender al mejor postor los terrenos (cualquier terreno) de sus localidades. Todo eso pasaba una y otra vez. Y otra. Y otra.

Clamamos a favor de la justicia, exigimos la horca para los corruptos que se enriquecen a nuestra costa y ponemos el grito en el cielo cuando las listas de los partidos que coleccionan imputados son, ¡oh, sorpresa!, las más votadas en las elecciones. Quizá deberíamos pensar en quiénes son los últimos responsables de que eso suceda.

lunes, 23 de junio de 2014

El enemigo en casa

Decía Vito Corleone, en un arranque de lucidez para aconsejar sobre el oficio de mafioso, que había que tener cerca de los amigos pero más cerca aún a los enemigos. En Las Palmas todavía estarán pensando si habría sido mejor llenar las gradas con aficionados del Córdoba, el equipo rival con el que se jugaban el ascenso a la Primera División. Con el triunfo en la mano y ya en el tiempo de descuento, unos cuantos cientos de incontinentes seguidores del conjunto canario invadieron el terreno de juego para celebrar una victoria que aún no se había producido. El árbitro detuvo el encuentro y, tras la reanudación para disputar los dos minutos que faltaban, el equipo cordobés empató el partido y celebró el ascenso en medio de una batalla campal y la impotencia de los insulares.



El problema del PSOE es que ni siquiera desde dentro pueden determinar con exactitud dónde situar la línea que separe a amigos y a enemigos. La clasificación gradual de peligros en la política que le debemos a Andreotti (o a Adenauer), es decir, “adversarios, enemigos y compañeros de partido” se cumple a rajatabla en esta formación donde quien más quien menos luce tres o cuatro cuchillos adornados con un puño y una rosa asomando por la espalda. Lo peor para los militantes de base, esos a los que han prometido que serán clave en la elección del próximo Secretario General, es que el partido está quedando reducido a cenizas gracias al esfuerzo de unos dirigentes que de tanto amor a los principios del socialismo van a terminar abrazando al PP por su derecha.

De momento, Pablo Iglesias y su novia Tania Sánchez, diputada autonómica de IU, son los únicos candidatos para protagonizar un remake anticasta de Durmiendo con su enemigo. Aunque yo solo pagaría para ver en el cine una versión protagonizada por Eduardo Madina y Susana Díaz. La guerra de los Rose pasaría a ser, a su lado, una comedia romántica de las de Julia Roberts o Jennifer Aniston.

miércoles, 18 de junio de 2014

Nueva temporada

Hace más o menos 15 años la cadena estadounidense HBO comenzaba a emitir Los Soprano, la serie centrada en un jefe de la mafia acuciado por los problemas que le generaban sus dos familias, la de sangre y la honor, y que se veía obligado a acudir a terapia para evitar sus frecuentes ataques de ansiedad. Los Soprano, junto a The Wire o A dos metros bajo tierra (también obras de la HBO) son las puntas de lanza más visibles de lo que algunos se han empeñado en bautizar como ‘la nueva edad de oro de la televisión’ y a la que se han ido sumando títulos como Mad Men, Breaking Bad y, de acuerdo, también Juego de Tronos.

Durante todos estos años la fiebre por las series ha crecido de manera exponencial y nos hemos convertido en auténticos dependientes de la ración semanal que protagonizaban los estrellados del vuelo Oceanic 815 o un Sherlock Holmes reconvertido en mago de la medicina y adicto a la vicodina. Nadie habla ya de la última película de Spielberg, pero sí de la season finale de The Walking Dead o del S03E14 de 24.

¿Qué nos ha ocurrido? ¿Son estas series, de verdad, TAN MARAVILLOSAS? La respuesta nos la ha servido en bandeja Pablo Iglesias (el nuevo, no el muerto), insospechado fan de Juego de Tronos que incluso es el coautor de un ensayo que analiza la obra parida por George R. R. Martin. En él, los juegos de poder de la Khalessi o de Tyrion Lannister son traducidos al contexto político actual y, oigan, ¡todo cuadra!

¿A qué viene ese interés repentino por estas historias fragmentadas que descargamos vía torrent o, en el peor de los casos, consumimos directamente de la televisión? Prepárense para la realidad y adquieran el mismo rostro que Jim Carrey al final de El show de Truman, porque también nosotros somos los protagonistas (los tristes extras, en realidad) de uno de estos productos. Nos interesan las series porque, de manera inconsciente, sabemos que somos parte de ellas, que compartimos un plano de ficción que nos resistimos a aceptar.

¿No les pareció extraño que el presidente del Gobierno optara por aparecer ante los medios de comunicación desde el interior de una televisión? ¿Acaso se piensan que una figura tan arquetípicamente mafiosa como la que exhibía Luis Bárcenas puede encontrarse en la realidad? ¿El despropósito de los sucesivos secretarios generales (y aspirantes al puesto) del PSOE tienen sentido más allá de una sitcom con risas enlatadas? ¿No son personajes de ficción –piénsenlo, SÓLO PUEDEN ENTENDERSE DESDE LA FICCIÓN– Cristóbal Montoro, Rita Barberá, Ana Botella, Pepe Blanco o el mismísimo Pablo Iglesias?

                                                     Season premiere de la primera temporada

Hoy, de hecho, estrenamos una nueva temporada, en la que el argumento no variará salvo en pequeños detalles y en algún cambio de cara obligado. Ni los actores más consolidados pueden interpretar eternamente el mismo personaje.

lunes, 16 de junio de 2014

Fringe

El primer indicio de que algo ocurriría se les presentó exactamente a las 7:45 de aquel domingo, cuando saltó la alarma configurada en el móvil y se levantaron de la cama preparados para el viaje. Los párpados todavía pegados, resistentes a asumir que el día había hecho al fin acto de aparición, no le dejaron apreciar el baile de colores que daban un aspecto completamente diferente a los iconos de las aplicaciones desperdigadas en la pantalla del teléfono. Que el pajarito de Twitter fuera del mismo tono de amarillo que lo era el Piolín enemigo de Silvestre, o que el verde corporativo de Whatsapp hubiera mutado en un gris cercano al negro, debería haberle hecho pensar un pensar un poco.

Y si no hubiera estado absorto escuchando por la radio los resultados de los partidos del Mundial de fútbol que se habían celebrado el día anterior, también se habría dado cuenta de que el desayuno de ese día, el mismo que tomaba desde que era un crío, había cambiado sorprendentemente de nombre y había sustituido las dos ‘c’ de su sagrado Cola Cao por sendas ‘k’ aún más sonoras. El Kolakao, eso sí, estaba igual de delicioso que siempre.

Durante el tiempo en que habían rematado los últimos detalles del viaje y se habían montado en el coche, se cruzaron en su camino otras muchas señales de este tipo, aunque ninguno de los dos supo captarlas a tiempo. Ni la bolsa del Burger King en la que habían tirado la basura que tenía ahora el logotipo de McDonalds, ni el hecho de que las noticias contasen cómo la selección de Corea del Norte, ausente en el torneo,  había derrotado a Finlandia (otra que no jugaba) en Brasil, ni siquiera el cambio en el mobiliario del salón, más abigarrado ahora con la incorporación de una silla roja y negra que nadie había visto antes.

Pero las señales de que algo extraño ocurría no fueron lo suficientemente claras hasta que se dieron cuenta de que habían pasado de largo el desvío que tenían que coger para llegar a su destino. Peor. Que ni siquiera eran conscientes de haber pasado por la zona en la que la carretera se bifurcaba (los dos carriles se transformaban durante unos centenares de metros en cuatro, para así dar el suficiente tiempo a los conductores de optar por uno u otro ramal). Que los kilómetros previos a ese desvío que parecía haberse evaporado estaban sumidos en la misma densa, espesa y opaca niebla. Que se habían perdido sin haber tenido siquiera la posibilidad de perderse.

Era como si a la carretera por la que habían pasado docenas de veces le faltaran 15 ó 20 kilómetros. “Un coche sale del punto A a una velocidad constante de 128 kilómetros por hora y se dirige al punto B situado a una distancia de 225 kilómetros. ¿Cuánto tardará el vehículo en realizar ese recorrido?” En su caso, una hora más de lo debido, porque el coche, o quizás la carretera, se había empeñado en llegar al punto C, ajeno al problema, sin que los ocupantes del Megane pudieran hacer nada para evitarlo.

Con la sensación de que no había peores conductores que ellos y que su sentido de la orientación era digna de estudio, emprendieron de nuevo el camino. Atravesaron pueblos que desconocían hasta entonces, arroyos en los que jamás se habían fijado, túneles que no estaban construídos hacía apenas unos meses y que, eso era lo más complicado de asumir, atravesaban masas montañosas que, estaban seguros, jamás habían estado allí.

Pararon en una estación de servicio para tomar el segundo café de la mañana y los recibieron con un extraño acento que les costó descifrar. Trataron de serenarse con la música que guardaban en la guantera pero los cedés que habían grabado con temas de de los grupos que tocarían unas semanas después en aquel festival habían desaparecido.

A pocos kilómetros de su destino, y cuando la desesperación por ser incapaces de encontrar el camino correcto comenzaba a ser insoportable, una gigantesca pancarta llamó su atención. A un lado, el rostro de un militar con bigote al que ambos recordaban tres décadas más joven, en un asalto al Congreso rocambolesco que terminó con la subida a los altares del actual rey del país. Junto a él, apenas cuatro palabras que añadían maganimidad a esa cara avejentada que pretendía transmitir solidez y firmeza. ’75 años de PAZ’, podía leerse en aquella valla. La bandera rojigualda con el escudo preconstitucional remataba el cuadro.

Detuvieron el coche y se quedaron mirando la figura de ese general. Ahora empezaban a recordar todo…


lunes, 9 de junio de 2014

10 razones para mantener la monarquía

El discurso en Navidad
Las portadas del Hola
Las gaitas en los premios Princesa de Asturias
Los queridos hermanos de Arabia Saudí
Jaime Peñafiel
Los ujieres vestidos como la sota de bastos
Una reina en el Primavera Sound (o en el FIB)
Leonor como la comandante en jefe del Ejército español
Los silbidos en la final de la Copa del Rey
Elena y Froilán

jueves, 5 de junio de 2014

Oda al huevo

La magia comienza al golpear firmemente la cáscara contra una superficie cualquiera y provocar una fractura que permita abrirse paso al contenido que se aloja dentro de este grial ovoide. El contacto con el aceite caliente, humeante, casi burbujeante, es el necesario bautizo que transforma en apenas unos segundos la majestuosidad no fertilizada de una humilde gallina en el sagrado milagro del que están fabricados nuestros más profundos anhelos.

                                                     Señor y dador de vida

Habrá quien le niegue su condición mística al huevo frito, que ponga en duda su halo de fundamento básico de la cocina universal, que trate de convencernos de que ni siquiera la puntilla dorada que pespuntea su contorno le provoca un sentimiento más allá de lo razonable. Pobres diablos. No habrán entendido nada. No serán capaces de comprender la profundidad del más complejo de los fenómenos gastronómicos. La pureza de la santísima trinidad que conforman cáscara, clara y yema y que, en alianza eterna con el aceite y una pizca (un poco es suficiente) de sal se transforma en el alimento de los dioses, en el sustento eterno del hombre, en el gozo imperecedero de toda la Humanidad.


Llegarán luego las polémicas sobre quién es el mejor compañero de viaje del alimento definitivo. Y aparecerá en la discusión el inevitable jamón, las recurrentes patatas fritas, el a menudo olvidado pimiento rojo. Minucias, en todo caso, cuando se comparan a la gigantesca estrella de la que son simples satélites, cometas fugaces que entran brevemente en órbita con el astro blanco coronado de naranja que nutre nuestros sueños. Que nos da la vida.