La ratonera es una de las obras más populares de Agatha
Christie. La creadora de Hercules Poirot o de la señorita Marple escribió en
1952 esta obra de teatro en la que sus personajes se ven involucrados de una u
otra forma en un crimen. Más allá de su calidad literaria y del misterio que
encierra su argumento, la obra es recordada sobre todo por su negativa a
bajarse de las tablas londinenses a las que se subió hace más de seis décadas.
Más de 25.000 representaciones después, son cientos de miles los espectadores
que han pasado por el teatro para ver una y otra y otra y otra vez una historia
que amenaza con no morir nunca. Quizás para dar sensación de renovación, quizás
porque los actores, asumámoslo, también envejecen y mueren, como las cucarachas
que pueden sobrevivir a un invierno nuclear pero no al poder de Cucal, el
reparto que interpreta la obra cambia de manera periódica. Distintos perros con
un collar idéntico, sin margen para la improvisación, que dejó bien atado esa Margarita
Landi británica a la que no nos cuesta imaginar sirviendo el té en un juego de
plata mientras piensa en cómo deshacerse a su próxima víctima de papel. Dentro
de 5000 millones de años, cuando el sol estalle en un espectáculo inenarrable,
quizás los últimos vestigios de un planeta a punto de ser engullido por la inmensidad
de cosmos sean un grupo de actores revelando el nombre del asesino de esa
ratonera.
La que nosotros padecemos no es aún tan longeva, gracias, entre
otros, a ese señor de voz involuntariamente cómica y gestos suaves a quien le
gustaba tan poco la política que se enrocó en su butacón de padre de la patria hasta
que le tuvimos que echar entre aplausos y sinceras lágrimas de agradecimiento
desde la habitación del hospital donde agonizaba.
Es una ratonera en la que el debate sobre el estado de la
nación alcanza una de sus principales señas de identidad. Cada año sus señorías
se renuevan para que de esta forma todo vuelva a ser idéntico. Fieles a
Lampedusa, gobierno, oposición y demás parafernalia necesaria en un sistema que
presume de democrático acometen un texto grabado a fuego con el paso de los
años. Los actores desfilan por el estrado para recitar las líneas que les
corresponden y representar así una obra entre lo dramático y lo tragicómico que
los espectadores, es decir, nosotros, conocemos al dedillo aunque nos hagamos
los sorprendidos con los escasos y artificiosos giros de guion de la sesión,
Candy Crush incluido.
En la puerta ya esperan los intérpretes que aspiran a
sustituir al reparto actual en la próxima temporada de este espectáculo
detenido en el tiempo. Ensayan el papel que tienen asignado, incluidas esas
partes donde prometen dar una patada al espíritu de la obra y pasar de Lope a
Beckett, por poner un ejemplo, pero sabiendo que todo está ya escrito y que sus
ilusiones de dar un golpe de estado sobre el escenario no aparecen en ningún
párrafo de esta esperpéntica farsa.