jueves, 19 de febrero de 2015

Carlos

Se levanta cada día con la sensación de estar viviendo una vida que no le corresponde. De haberle cambiado el personaje a algún pobre desgraciado, tal y como trataba de conseguir Quique San Francisco en aquel genial disparate de Cuerda.

Abre los ojos con miedo de que el encanto se haya quebrado durante la noche, de que el sueño haya terminado con la incoherencia en la que se vio sumido, aún no sabe cómo, en algún momento indeterminado del pasado.

Agarra el teléfono y ojea los titulares de los diarios digitales para asegurarse de que aún aparece en ellos. Es la manera más rápida de comprobar que sigue siendo quien cree que es. Que su infinita mediocridad no se ha visto recíprocamente recompensada con una vida igualmente gris, como sería justo para quienes pasan por ella como sombras mudas, como espectros invisibles. Ahí, en la sección de ‘Nacional’, lee su nombre y respira aliviado un día más. Una foto acompaña la información donde le mencionan. Aparece riendo y haciendo un extraño aspaviento al lado de su jefe, a quien la cámara ha captado, como siempre, con ese semblante bobalicón y de infantil extrañeza de quien no entiende lo que sucede ante sus ojos.

Mientras se dirige a su despacho sigue dándole vueltas a lo caprichoso de un destino que lo situó en una posición que, definitivamente, no merecía. Lo rumia en silencio, claro. En público siempre intenta dar una sensación de aplomo y de seguridad que desemboca en ocasiones en conatos de soberbia que paga con sus subordinados. Es la manera más eficaz que ha encontrado para ocultar a los demás el miedo a que descubran su impostura. Lo último que quiere es sembrar dudas a su alrededor, llamar la atención y acabar en la calle, como ese corresponsal callado en Australia que se puso en contacto con el medio que le pagaba para pedir un aumento de sueldo y terminó despedido porque se dieron cuenta de que aún estaba en nómina en la empresa.

A él no le ocurrirá nada parecido. Al menos eso espera. Él continuará disfrazando su incapacidad con una capa de fingida autosuficiencia y rezará para que la situación se prolongue tanto como sea posible. Entra en la sede de Génova, saluda cuando accede a la zona de recepción que destrozó aquel indignado cargado de bombonas de butano y, tras subir varios pisos que lo elevan hasta donde nunca creyó, llega a su lugar de trabajo. El vicesecretario general de Organización del partido más votado de España extiende la mano y roza con la punta de los dedos la placa en la que su está grabado su nombre. Lo hace con la delicadeza del niño que acaricia una pompa de jabón por miedo a que estalle en una acuosa alucinación.

Comienza la jornada para Carlos Floriano.

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