miércoles, 25 de febrero de 2015

La ratonera

La ratonera es una de las obras más populares de Agatha Christie. La creadora de Hercules Poirot o de la señorita Marple escribió en 1952 esta obra de teatro en la que sus personajes se ven involucrados de una u otra forma en un crimen. Más allá de su calidad literaria y del misterio que encierra su argumento, la obra es recordada sobre todo por su negativa a bajarse de las tablas londinenses a las que se subió hace más de seis décadas. Más de 25.000 representaciones después, son cientos de miles los espectadores que han pasado por el teatro para ver una y otra y otra y otra vez una historia que amenaza con no morir nunca. Quizás para dar sensación de renovación, quizás porque los actores, asumámoslo, también envejecen y mueren, como las cucarachas que pueden sobrevivir a un invierno nuclear pero no al poder de Cucal, el reparto que interpreta la obra cambia de manera periódica. Distintos perros con un collar idéntico, sin margen para la improvisación, que dejó bien atado esa Margarita Landi británica a la que no nos cuesta imaginar sirviendo el té en un juego de plata mientras piensa en cómo deshacerse a su próxima víctima de papel. Dentro de 5000 millones de años, cuando el sol estalle en un espectáculo inenarrable, quizás los últimos vestigios de un planeta a punto de ser engullido por la inmensidad de cosmos sean un grupo de actores revelando el nombre del asesino de esa ratonera.

La que nosotros padecemos no es aún tan longeva, gracias, entre otros, a ese señor de voz involuntariamente cómica y gestos suaves a quien le gustaba tan poco la política que se enrocó en su butacón de padre de la patria hasta que le tuvimos que echar entre aplausos y sinceras lágrimas de agradecimiento desde la habitación del hospital donde agonizaba.

Es una ratonera en la que el debate sobre el estado de la nación alcanza una de sus principales señas de identidad. Cada año sus señorías se renuevan para que de esta forma todo vuelva a ser idéntico. Fieles a Lampedusa, gobierno, oposición y demás parafernalia necesaria en un sistema que presume de democrático acometen un texto grabado a fuego con el paso de los años. Los actores desfilan por el estrado para recitar las líneas que les corresponden y representar así una obra entre lo dramático y lo tragicómico que los espectadores, es decir, nosotros, conocemos al dedillo aunque nos hagamos los sorprendidos con los escasos y artificiosos giros de guion de la sesión, Candy Crush incluido.


En la puerta ya esperan los intérpretes que aspiran a sustituir al reparto actual en la próxima temporada de este espectáculo detenido en el tiempo. Ensayan el papel que tienen asignado, incluidas esas partes donde prometen dar una patada al espíritu de la obra y pasar de Lope a Beckett, por poner un ejemplo, pero sabiendo que todo está ya escrito y que sus ilusiones de dar un golpe de estado sobre el escenario no aparecen en ningún párrafo de esta esperpéntica farsa.

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