El público y la crítica ya habían
sentenciado al programa mucho antes de su estreno. Las alusiones a la caspa, la
cochambre, la cutrez sin medida y la vergüenza ajena lo manchaban antes de su
nacimiento, antes incluso de su concepción, antes de cualquier atisbo ontológico
que sugiriera su mera existencia. Salir al mundo pringado de pecado original no era
una posibilidad: era una necesidad inexcusable. Y, cuando lo hizo, no
decepcionó a los convencidos de que el nuevo programa de José Luis Moreno –el
Moreno– merecía una nueva visita de un par de albaneses a la mansión del padre
de Monchito.
Sobre la alfombra roja que ayudamos
a desenrollar los mismos de siempre desfilaba la habitual constelación que
orbita alrededor del ventrílocuo. Niños artistas, señoras con transparencias
imposibles, Francisco, ballets acrobáticos, cómicos de ayer y de antedesayer,
Mari Carmen sin sus muñecos y Juncal Rivero, claro. Faltaba, eso sí, una
sexagenaria encantada de conocerse, habituada a sacarle partido a sus meteduras
de pata y que, gracias a su capacidad innata para hacerse la tonta, lleva
décadas viviendo a costa del erario público. No, Esperanza no. La otra.
El nuevo circo de los horrores del
Moreno deambulaba bajo el habitual estruendo con el que cubre las miserias de esas
lentejuelas recicladas que le acompañan desde hace décadas cuando, por fin, lo
entendí.
Alguien pronunció un nombre que
yo creía perdido para siempre en lo más profundo de nuestra memoria común. Un
nombre que alguien imaginó en algún momento para alimentar las pesadillas más
siniestras, para despedazar los sueños nobles de los inocentes. El presentador
dio paso a Jaimito Borromeo y un escalofrío recorrió mi cuerpo, cubierto ya en
ese momento de una fina capa de sudor que me mantenía a salvo de un colapso que
se antojaba inminente.
En las montañas de la locura conocí a este señor.
La aparición de Jaimito, esa
némesis del humor en cualquiera de sus variantes, podía ser la puntilla a mi
precario estado. Pero nada malo ocurrió, oh, hermanos, sino que un inmenso
resplandor, un fulgor en el que brillaban millones de soles, invadió la
pantalla, mis ojos y mi corazón y vi el camino hacia el que nos guiaba el
Moreno. Porque ahí, delante de los cuatro gatos que vieron el programa, no
estaba el Jaimito Borromeo que conocíamos. El payaso triste que mendigaba el otro día una
carcajada del público no era ese personaje del pasado al que apetecía golpear hasta
desfigurarlo y quebrar todos y cada uno de sus huesos. La figura que vagaba sin
alma por esa alfombra roja era la de alguien que había bajado al infierno y
podía contarlo, la de un tipo que había mirado a los ojos a la muerte pero había
sobrevivido. El peaje era ese halo de locura en unos ojos perdidos que ahora nosotros
podíamos recuperar gracias a la magia de la televisión y del Moreno.
En esa mirada desesperada que
transpira angustia y desasosiego es donde habita el verdadero espíritu del
programa. El alma de este tapiz escarlata que quizás no volvamos a ver no reside
en su colección de tías buenas ni en los artistas cubiertos de naftalina que
desgañitan sus viejos éxitos frente al micrófono. Qué va. José Luis Moreno se
ha vestido de Billy Wilder para contarnos una historia sobre el tiempo, la
decadencia y el horror. Para llevarnos de la mano ante un crepúsculo donde los
dioses se apellidan Borromeo.
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