El otro día me crucé
con un señor mayor, o un anciano, o un viejo (nunca sé cuál es la forma más
precisa y menos agresiva a la vez de llamar a alguien que ya no cumplirá los 75
o los 80). Pelo cano, brazos surcados de arrugas, gesto todavía enérgico. No
destacaba por nada en especial, la verdad, si acaso por la reluciente camiseta
del Real Valladolid (puede que de esta misma temporada) que lucía. Apenas
reparé en él, pero al rebasarlo (yo iba corriendo) atisbé fugazmente el nombre
que lucía a la espalda, y ahí es donde el señor mayor, o el anciano, o el
viejo, me ganó para su causa. Ahí, entre sus dos hombros caídos, destacaban
sobre las franjas blanquivioletas una palabra que jamás habría imaginado. La
camiseta no se decantaba por algún jugador de la plantilla. No rezaba ‘Óscar’
ni ‘Álvaro Rubio’, ni siquiera, en un guiño al pasado, ‘Manucho’, ‘Moré’ o
‘Peternac’. Tampoco había optado por el nombre de su propietario, algo como
‘Mariano’ o ‘Julito’. Qué va. La camiseta lucía simplemente tres letras, un
imponente UVI, como recordatorio, no lo tengo claro, del lugar que había
visitado recientemente su propietario o, peor aún, el que tendría que pisar en
un futuro cercano. El viejo (qué demonios, dejemos a un lado los eufemismos) se
estaba riendo en la cara (o en la espalda) de una muerte que ya le está rondando. Y lo hacía, claro, a través de la camiseta de un equipo acostumbrado a las salas de reanimación, las muertes súbitas y las operaciones de cirugía a corazón abierto.
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