viernes, 26 de julio de 2013

Toros

Justo en este momento es cuando lamentas tener seis años, ser todavía un renacuajo y no poder ver con claridad todo lo que sucede detrás de ese muro humano que se levanta ante tus ojos. La corrida ya ha terminado y los curiosos se arremolinan junto a la puerta que tienen que atravesar las estrellas de la tarde. Te pones de puntillas, buscas en cualquier rendija que se abre ante ti para vislumbrar a los caballos que desfilan de la mano de los picadores, todavía con el castoreño en la cabeza. Te sorprende la ropa que llevan, pequeñas piezas de armadura que chocan entre sí y producen un ruido que nunca antes habías oído.

La gente grita. Hay silbidos. La melé en la que estás metido se apiña todavía más cuando son los matadores quienes aparecen. Además, hoy estaba él en el cartel. Ha anunciado que se retira al final de la temporada, así que es una de las últimas oportunidades para verlo enfundado en el traje de luces. Das un pequeño salto, pero el hombre que fuma un puro delante de ti te tapa por completo la visión. Tu padre te levanta y te acerca a esas figuras que sonríen y saludan a unos metros de ti. Consigue hacerse un hueco y te acerca todavía más. Extiendes la mano, con el cuerpo retorcido, y tocas su brazo. En realidad, podría ser cualquier otro brazo, el de cualquier miembro de la cuadrilla que le escolta en su camino. Has sentido los bordados de la chaquetilla, el hilo de oro que adorna una pieza que pocas veces volverá a vestir. Era el brazo con el que mueve una muleta muy diferente a la que tienes tú en casa y con la que improvisas derechazos y naturales para el jolgorio de la familia. Tu padre te la fabricó con los restos que quedan en la fábrica. Trabaja en FASA, en la sección de tapicería. De hecho, esa tela con la que juegas a ser torero es la misma que cubre los asientos del Renault 6 en el que vais al pueblo todos los veranos. 

Solo unos días después de esa tarde te dirán que un toro corneó al torero y que murió en la misma enfermería de la plaza. Tiempo después será el otro protagonista de la historia quien te deje para siempre, aunque de una forma mucho más prosaica, nada mítica. La muleta terminará olvidada en algún armario, pero seguirás viendo los toros con los mismos ojos que cuando tenías seis años. La gente te dirá que es un espectáculo salvaje, una tortura que debería prohibirse. Y tú les entiendes, y hasta les darás la razón. Pero lo seguirás disfrutando siempre.

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