jueves, 12 de diciembre de 2013

Zelig en Johannesburgo

Ahora dice que fue la esquizofrenia, que empezó a oír voces en su cabeza justo en el momento en el que comenzaba a traducir al lenguaje de signos los mensajes de los amos del planeta en el funeral de Nelson Mandela. Pero no. No fue la esquizofrenia. Fue algo parecido a lo que le ocurría al Zelig de la película de Woody Allen. Ese camaleón humano que asumía al instante la personalidad de quien estuviera a su lado. Si era un alemán, se convertía en alemán. Si era un abogado, mutaba en abogado. Y si era un negro, pues se transformaba en negro.

El intérprete de sordos se situó en la tribuna y el espíritu de la política se coló en sus venas. De repente, las manos comenzaron a moverse, a hablar, sin decir en realidad NADA. Mientras en las bocas de los dirigentes del planeta se dibujaban expresiones huecas, ideas sin contenido que forman la base de sus oxidados discursos, nuestro pobre protagonista veía impotente cómo su cuerpo se descontrolaba y ejecutaba señales que no significaban NADA.



Al mismo tiempo que los Obama y compañía rendían tributo a Mandela con las inevitables 'libertad', 'tolerancia' o 'paz', el intérprete, poseído por la vacuidad que se respiraba en el estadio Soccer City (de imborrable recuerdo para nuestro Rajoy) no pudo sino mover torpemente sus brazos y echarle después la culpa a la esquizofrenia.

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