lunes, 16 de junio de 2014

Fringe

El primer indicio de que algo ocurriría se les presentó exactamente a las 7:45 de aquel domingo, cuando saltó la alarma configurada en el móvil y se levantaron de la cama preparados para el viaje. Los párpados todavía pegados, resistentes a asumir que el día había hecho al fin acto de aparición, no le dejaron apreciar el baile de colores que daban un aspecto completamente diferente a los iconos de las aplicaciones desperdigadas en la pantalla del teléfono. Que el pajarito de Twitter fuera del mismo tono de amarillo que lo era el Piolín enemigo de Silvestre, o que el verde corporativo de Whatsapp hubiera mutado en un gris cercano al negro, debería haberle hecho pensar un pensar un poco.

Y si no hubiera estado absorto escuchando por la radio los resultados de los partidos del Mundial de fútbol que se habían celebrado el día anterior, también se habría dado cuenta de que el desayuno de ese día, el mismo que tomaba desde que era un crío, había cambiado sorprendentemente de nombre y había sustituido las dos ‘c’ de su sagrado Cola Cao por sendas ‘k’ aún más sonoras. El Kolakao, eso sí, estaba igual de delicioso que siempre.

Durante el tiempo en que habían rematado los últimos detalles del viaje y se habían montado en el coche, se cruzaron en su camino otras muchas señales de este tipo, aunque ninguno de los dos supo captarlas a tiempo. Ni la bolsa del Burger King en la que habían tirado la basura que tenía ahora el logotipo de McDonalds, ni el hecho de que las noticias contasen cómo la selección de Corea del Norte, ausente en el torneo,  había derrotado a Finlandia (otra que no jugaba) en Brasil, ni siquiera el cambio en el mobiliario del salón, más abigarrado ahora con la incorporación de una silla roja y negra que nadie había visto antes.

Pero las señales de que algo extraño ocurría no fueron lo suficientemente claras hasta que se dieron cuenta de que habían pasado de largo el desvío que tenían que coger para llegar a su destino. Peor. Que ni siquiera eran conscientes de haber pasado por la zona en la que la carretera se bifurcaba (los dos carriles se transformaban durante unos centenares de metros en cuatro, para así dar el suficiente tiempo a los conductores de optar por uno u otro ramal). Que los kilómetros previos a ese desvío que parecía haberse evaporado estaban sumidos en la misma densa, espesa y opaca niebla. Que se habían perdido sin haber tenido siquiera la posibilidad de perderse.

Era como si a la carretera por la que habían pasado docenas de veces le faltaran 15 ó 20 kilómetros. “Un coche sale del punto A a una velocidad constante de 128 kilómetros por hora y se dirige al punto B situado a una distancia de 225 kilómetros. ¿Cuánto tardará el vehículo en realizar ese recorrido?” En su caso, una hora más de lo debido, porque el coche, o quizás la carretera, se había empeñado en llegar al punto C, ajeno al problema, sin que los ocupantes del Megane pudieran hacer nada para evitarlo.

Con la sensación de que no había peores conductores que ellos y que su sentido de la orientación era digna de estudio, emprendieron de nuevo el camino. Atravesaron pueblos que desconocían hasta entonces, arroyos en los que jamás se habían fijado, túneles que no estaban construídos hacía apenas unos meses y que, eso era lo más complicado de asumir, atravesaban masas montañosas que, estaban seguros, jamás habían estado allí.

Pararon en una estación de servicio para tomar el segundo café de la mañana y los recibieron con un extraño acento que les costó descifrar. Trataron de serenarse con la música que guardaban en la guantera pero los cedés que habían grabado con temas de de los grupos que tocarían unas semanas después en aquel festival habían desaparecido.

A pocos kilómetros de su destino, y cuando la desesperación por ser incapaces de encontrar el camino correcto comenzaba a ser insoportable, una gigantesca pancarta llamó su atención. A un lado, el rostro de un militar con bigote al que ambos recordaban tres décadas más joven, en un asalto al Congreso rocambolesco que terminó con la subida a los altares del actual rey del país. Junto a él, apenas cuatro palabras que añadían maganimidad a esa cara avejentada que pretendía transmitir solidez y firmeza. ’75 años de PAZ’, podía leerse en aquella valla. La bandera rojigualda con el escudo preconstitucional remataba el cuadro.

Detuvieron el coche y se quedaron mirando la figura de ese general. Ahora empezaban a recordar todo…


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