jueves, 5 de junio de 2014

Oda al huevo

La magia comienza al golpear firmemente la cáscara contra una superficie cualquiera y provocar una fractura que permita abrirse paso al contenido que se aloja dentro de este grial ovoide. El contacto con el aceite caliente, humeante, casi burbujeante, es el necesario bautizo que transforma en apenas unos segundos la majestuosidad no fertilizada de una humilde gallina en el sagrado milagro del que están fabricados nuestros más profundos anhelos.

                                                     Señor y dador de vida

Habrá quien le niegue su condición mística al huevo frito, que ponga en duda su halo de fundamento básico de la cocina universal, que trate de convencernos de que ni siquiera la puntilla dorada que pespuntea su contorno le provoca un sentimiento más allá de lo razonable. Pobres diablos. No habrán entendido nada. No serán capaces de comprender la profundidad del más complejo de los fenómenos gastronómicos. La pureza de la santísima trinidad que conforman cáscara, clara y yema y que, en alianza eterna con el aceite y una pizca (un poco es suficiente) de sal se transforma en el alimento de los dioses, en el sustento eterno del hombre, en el gozo imperecedero de toda la Humanidad.


Llegarán luego las polémicas sobre quién es el mejor compañero de viaje del alimento definitivo. Y aparecerá en la discusión el inevitable jamón, las recurrentes patatas fritas, el a menudo olvidado pimiento rojo. Minucias, en todo caso, cuando se comparan a la gigantesca estrella de la que son simples satélites, cometas fugaces que entran brevemente en órbita con el astro blanco coronado de naranja que nutre nuestros sueños. Que nos da la vida.

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